lunes, 9 de enero de 2012

"El Enano" por Alba Falcó

La polifacética Alba Falcó nos regala otra deliciosa  historia que deseamos que algún día se convierta en un terrorífico cortometraje. 


"EL ENANO"


Odio a ese puto enano del jardín. La comunidad de vecinos lo impuso a golpe de decretazo y yo… yo tengo que aguantar como me mira a través de la ventana. Siempre tan arisco e inflexible. En fin, que un día me cansé y me armé de valor para acabar con él. Eran las cinco de la noche y no podía quitarme de la cabeza al puto enano. Me puse un batín, cogí un bate y salí al patio.



Le esclafé la cabeza de un solo golpe. Pero no tuve suficiente, de pronto quise ensañarme con el enano. Me volví loco, furioso. Estaba realmente cabreado y desperté a los vecinos. Las
luces se encendieron, y los vecinos se asomaron para lanzar improperios contra mi persona.
Me llamarón loco, imbécil, gilipollas… Yo nunca me había sentido mejor. Me sentí lleno, feliz,extasiado. Incluso se me puso dura.

Pasando de mis vecinos me metí en mi casa, pillé una botella de whisky y sentado en el sofá me di la satisfacción de beber directamente de la botella.
Me quedé dormido en el sofá. Al día siguiente a las doce sonó el timbre. Me extrañó que alguien me buscara. Miré por la mirilla, era el vecino nuevo. Un tipo regordete con cara de pesado. Yo aún iba en batín pero abrí la puerta. Pensé que si venía a hablar sobre lo de anoche podría divertirme durante un rato. Me equivoqué, quería invitarme a comer. Dijo algo así como que su mujer le había obligado a invitarle a comer, que ambos tenían muchas ganas de conocerme. No sabía quién era su mujer, pero recordé que hacía poco me encontré por las escaleras con una mujer impresionante y fantaseé con la idea de que fuera ella.
Cedí. Le acompañé por el pasillo aún con el batín y sin nada debajo más que los calzoncillos.
Entré en su casa que estaba todavía con cajas llenas de trastos propias de las grandes mudanzas.
La mesa estaba puesta, era una mesa para tres. Habían dado por sentado que iba a ceder, eso me molestó en parte. Pero pronto vi a la rubia. A un lado de la mesa y de espaldas al pasillo. Se giró sin levantarse de la mesa y me miró. Postró su mano sobre una silla que había a su lado y sin decir una sola palabra me invitó a sentarme a su lado. Le obedecí, no entendía nada, pero me dejé llevar. No hablé, ella tampoco. Ya hablaba demasiado su marido por nosotros.
Me sirvieron una sopa con fideos. Aquello me pareció surrealista. De repente ella me metió mano por debajo de la mesa. Su marido estaba enfrenté. No pude evitar tirar todos los fideos que llevaba en la boca provocando la preocupación de mi vecino. Quiso servirme otra cosa y se retiró a la cocina dejándonos solos. Por fin le oí hablar. Le pregunté qué coño hacía. Paso de responderme, solo mencionó que lo que hice con el enano le excitó, que le puso muy cachonda o yo que sé. Volvió su marido, volvió con una hamburguesa, y no, no se percató de nada.
Mire la hamburguesa con desasosiego. Desde luego mi vecino es un cutre de mierda. Tenía hambre, así que no puse problemas. Me acabé el plato y me inventé una excusa para largarme.

Junto al sofá aún quedaba algo de whisky. Retomé la botella. Miré por la ventana y volví a ver al enano. ¡Joder! ¿Cómo coño había acabado el puto enano ahí sin un solo rasguño? Salí corriendo al patio. Pero no estaba. En su lugar vi a un furgón blanco subiendo el cristal tintado del copiloto y largándose a toda hostia. Aquello era muy sospechoso. Si hay algo que odie más que los enanos son las furgonetas blancas. Están en todas las esquinas, en todas las calles, en todos los garajes, en todas las empresas… Los furgones blancos han invadido este país desde hace años. Lo dice un libro que me leí el año pasado: El país de las furgonetas blancas.
Volví a casa y volvió el enano. Esta vez volví a pillar el bate. Salí disparado, esta vez no se me podía escapar. Y allí estaba, sonriendo, esperándome, riéndose de mí. Dejé el bate en el suelo, pillé al enano con las manos y lo alcé hacia el cielo dispuesto a estamparlo contra el suelo. Pero no pude. Llegaron unos tipos a los que no les podía ver la cara y me metieron en el furgón de antes.
Hice lo posible por resistirme. Me sentía ridículo aún con mi batín y con toda la frustración que suponía una interrupción de tal estilo. Aquello fue como un coitus interruptus.
Claro, se me olvidaba mencionar que aquellos tipos eran grandes como armarios y que eran
tres. De nada servía que me esforzara, sólo sentía que gastaba calorías en vano.
Me dieron una vuelta con la furgoneta. Pero yo no soy imbécil. Sé que simplemente dieron
una vuelta a la manzana.
De pronto me vi en una especie de interrogatorio en algún garaje de mi comunidad. Rodeado de un montón de frikis con bata-mantas que no me dejaban ver sus caras y con candiles en sus manos. El garaje estaba decorado con decenas de enanos pequeñitos y con un gran enano en una especie de altar. El pequeño altar al mal gusto guardaba ridículas ofrendas como velas, flores, fotos y figuras de cera en forma de piernas, manos, corazones, pechos,niños y cabezas, acumuladas en una caja.
Total que se descubrieron todos la cara y resultó que eran mis vecinos. Se veía venir. Que si había ofendido a su dios, que si al gran enano hay que respetarlo, que tenían que sacrificar mi cuerpo para curar la ofensa... En resumen, me había metido en un buen lio y tenía que salir de allí.
Pero no era tan fácil, me ataron a una silla. Aún estaba en calzones y esta vez a punto de morir en manos de una comunidad de borregos. ¿Podía sentirme más ridículo? Lo tenían todo planificado. Primero me atarían sobre el altar y a poste ori me rajarían por la mitad para acabar derramando mi sangre sobre los pies del enano.
Todo iba según sus planes hasta que justo cuando estaban a punto de partirme en dos, la rubia impresionante, la que era nueva, la del marido pesado apareció allí con un rifle o algo parecido, porque la verdad es que yo no entiendo mucho de armas. Fue una pasada. Resulta que era agente especial y estaba investigando una secta cuyo ídolo era un enano y cuyas actividades ilícitas resultaban sospechosas para la policía. Lo mejor de todo es que su marido no era su marido. Que era un compañero de trabajo y al final la rubia me concedió una cita.

Entonces ya dejé que me metiera mano todo lo que quisiera.

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